Cuando la empresa norteamericana “Mining Society” logro por
fin adueñarse de las minas de tungsteno de Quivilca, en el departamento del Cuzco,
de inmediato llego al Perú la orden gerencial de Nueva York disponiendo el
comienzo de la extracción del mineral.
Una avalancha de indios procedentes de Colca lleno la mina en
poco tiempo para satisfacer las labores de minería.
En Quivilca se instalaron junto a los peones y mineros,
míster Taik y míster Weiss, gerente y subgerente de la “Mining Society”; el
cajero de la empresa, Javier Machuca; el ingeniero peruano Baldomero Rubio; el
comerciante José Marino, que había tomado la exclusiva del bazar y la contrata
de peones para la “Mining Society”; el comisario del asiento minero, Baldazari
y el agrimensor Leónidas Benítez, indios de la región, fueron ingenuamente
estafados por obreros, peones y sobre todo por los inescrupulosos Marino,
Machuca y Baldazari.
Los soras cambiaban sus plantaciones y sus animales por cosas
banales como garrafas, franelas en colores, botellas pintorescas, paquetes
policromos, fósforos, caramelos, vasos transparentes etc. Los soras es sentían
atraídos por estos objetos, como ciertos insectos a la luz.
El primero en operar sobre las tierras de los soras para
enriquecerse fue José Marino, quien formo una sociedad secreta con el ingeniero
Rubio y el agrimensor Benítez. Este contubernio tuvo que vérselas en apretada
competencia con Machuca,Baldazari y otros que también despojaban de sus bienes
a las soras.
José Marino adulaba a todo el que, de una u otra manera,
podía serle útil. Un día que Marino debía ir de Quivilca a Colca, se reunieron
en su bazar para despedirlo, Leónidas Benítez, Míster Taik, y Míster Weiss, el
comisario Baldazari, Rubio y Javier Machuca.
La botellas de champaña fueron desfilando raudamente y en
cada, ¡salud!, Marino no desaprovechaba la oportunidad para adular a todos los
presentes.
Cuando ya estaban ebrios Marino propuso jugar a “La rosada” a
los dados; esta era una de las queridas de Marino. Muchacha de 18 años,
serrana, ojos grandes y negros y empurpuradas mejillas candorosas, la había
traído de Colca, como querida, un apuntador de las minas, junto con sus
hermanas Teresa y Albina.
El ganador del “premio” fue el comisario Baldazari; Marino de
inmediato envió a su sobrino Cucho en busca de la muchacha, quien llego a los
pocos minutos. El exceso de licor provoco tal degeneración que “La rosada”, que
se llamaba Graciela, fue poseída por todos los presentes.
La muchacha se había negado a las exigencias de José Marino,
pero este le había dado una pócima que la embriago hasta privarla. La muchacha
no vio el amanecer y murió por efecto de la droga que le administrara José
Marino. Míster Taik exigió absoluta discreción.
La llevaron a su casa y dijeron a sus hermanas que le había
dado un ataque y que yace le pasaría. Al otro día la enterraron. Las hermanas
de la difunta fueron donde Míster Taik a pedirle justicia porque consideraban
que a su hermana la habían matado. El gringo las boto y todo quedó archivado en
el pasado.
En colca José Marino tenía otro bazar en sociedad con su
hermano Mateo; la firma se llamaba “Marino hermanos”. Los hermanos Marinos eran
originarios de Mollendo y hace ya unos doce años que se habían establecido en
la sierra. Poco apoco habían ido escalando posiciones para llegar al lugar en
que estaban, pero siempre con la adulación y la falta de escrúpulos como armas.
Había en casa de Mateo una india rosada y fresca bajada de la
puna a los ocho años y vendida por su padre, un mísero a pasero, al cura de
Colca; se llamaba Laura, y cuando José venia de Quivilca, Lura solía acostarse
también con el a escondidas de Mateo.
Laura en el fondo odiaba a su patrón y amante; cuarentón,
colorado, medio legañoso, redrojo, grosero, sucio y tan avaro como su hermano
José. La raíz de este encono radicaba en el hecho del desprecio encamisado e
insultante que Mateo ostentaba por Laura cuando había gente en casa de “Marino
hermanos”, afín de que nadie creyese lo que todo el mundo creía: que era su
querida; esto le dolía profundamente, a Laura.
José la retenía con la astucia y el engaño prometiéndole que
la haría su mujer ante todos, cuando el tono de su hermano Mateo la dejara como
lo hozo con la madre de su hijo Cucho. Esa noche fue Mateo el primero en
deslizarse hasta la cocina donde dormía Laura para ponérsela brutalmente.
A los pocos minutos fue José, quien aprovechando que Mateo
dormía, visito a la joven india en la cocina. Laura le confeso que estaba
preñada de él; este se negó a tal compromiso. José había contado a su hermano
que Míster Taik le había pedido cien peones más para la mina de tungsteno que
explotaba la Mining Society.
Como no era fácil convencer a los indios para tan dura tarea,
en la cual ya habían casi desaparecido los soras, fueron a buscar al
subprefecto Luna para que les facilitara dos gendarmes. Este les manifestó que
carecía de personal y que el escaso que estaba a su cargo la tenía ocupados
“cazando” conscriptos. Dos yanaconas, Braulio conchucho e Isidoro Yépez, fueron
traídos desde Guaca pongo a Colca, para ser enrolados en el servicio militar.
Sin sombrero, bajo un sol abrazador, los encallecidos pies en
el suelo, los brazos atados hacia atrás, amarrados por la cintura con un lazo
de cuero al pescuezo de las mulas, los yanaconas fueron arrancados de sus
hogares y atravesando ríos, quebradas y pedregales, fueron llevadas a Colca ya
casi agonizantes por dos crueles y sanguinarios gendarmes. El pueblo, sediento
de venganza, se vuelca contra la oficina del alcalde y lideradas por el herrero
del pueblo, Servando Huanco, exigen justicia.
Braulio Con chucos no pudo resistir más tiempo y cayó muerto
en la oficina del alcalde Para, delante del prefecto Luna, el secretario boda,
el juez Ortega, el gamonal Iglesias y el medico Riaño quien certifico su
muerte.
Servando dio entonces un salto a la calle entre los
gendarmes, lanzando gritos salvajes, roncos de ira, sobre la multitud ¡un
muerto! ¡Lo han matado los soldados! ¡Abajo el subprefecto! ¡Viva el pueblo! La
confusión, el espanto y la refriega fueron instantáneos.
El enfrentamiento entre la persecución de estos últimos con
el pretexto de restablecer el orden público. No se respetó ninguna vivienda;
todas fueron violentadas en busca de los “sublevados”. Los más encarnizados en
la represión fueron el juez Ortega y el cura Velarde.
En una reunión ofrecida por el alcalde Para, los hermano
Marino llevaron a un rincón al subprefecto Luna y lo convencieron para que este
les facilitara veinticinco indios que estaban en la cárcel, los cuales en la
madrugada, emprendieron viaje a las minas de Quivilca.
Pocas semanas después, el herero Servando Huanca conversaba
en Quivilca con Leónidas Benítez, quien había sido arrojado de su puesto de
agrimensor. Perdiendo además su sociedad de cultivo y cría con José Marino.
Con palabras desgarradoras, Huanca logro que Benítez
despertara del letargo en que estaba sumido y se diera cuenta que los pobres
indios eran no solo explotados, sino también maniatados por los Yanquis y por
los malos hombres como José y Mateo Marino que servían incondicionalmente a
tipos sin escrúpulos como míster Taik.
Benítez proporciono un documento que demostraba que míster
Taik no era yanqui sino alemán, y que con esa evidencia podría fregar a la
“Mining Society”. Ambos hombres se unieron para iniciar la rebelión de los
indios contra sus opresores. Lo que había terminado de decidir la actitud de
Benítez, era el amor que sentía por la difunta Graciela a quien le recordaba y
amaba en silencio.

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